La Toma Dignidad está ubicada en la Quebrada de Macul, en una “zona de exclusión por riesgo de aluvión”. Los habitantes, 600 familias que perdieron trabajo e ingresos producto del 18/O y la crisis económica, pasan hambre y buscan techo. En medio de esa urgencia, un “virus invisible” como el COVID deja de ser una amenaza, sugieren los autores. Por ello la estrategia del Estado para abordar la Pandemia en contextos de extrema pobreza debe incorporar a los pobladores y entender que los riesgos que enfrentan son múltiples.
“Acá no hay cuarentena, acá todos los días se debe trabajar,
somos la clase que no para, somos las tomas ilegales,
esas que quieren borrar, contagiar y desaparecer”[1].
En la última década han aumentado los asentamientos informales en Chile. Entre 2011 y 2018 se estimó un crecimiento de los campamentos del país en un 12.8% (TECHO, 2018). Más aún, tras el estallido social de octubre, algunas comunas de Chile evidenciaron un aumento considerable de las tomas de terrenos[1]. La crisis económica generada por la pandemia ha intensificado este incremento, tal como lo reporta el propio Ministerio de Vivienda y Urbanismo[2].
Es en este contexto de revuelta social y pandemia que, a comienzos de este año, aparece la Toma Dignidad en la Quebrada de Macul, en la frontera entre las comunas de Peñalolén y La Florida. Al día de hoy la toma alberga a cerca de 600 familias en una zona de exclusión por riesgo de aluvión.
Lo que experimentan a diario quienes viven hace seis meses en este campamento evidencia la complejidad que adquiere el riesgo sanitario en un país como Chile. La pandemia, su propagación y efectos son inseparables del déficit habitacional[3], así como de la marginación de los habitantes de asentamientos informales tanto en las políticas de desarrollo como en la Gestión del Riesgo de Desastres (Herrle, Ley & Fokdal, 2015 en Sandoval & Sarmiento, 2018).
Las experiencias de la pandemia en la Toma Dignidad –donde el virus converge con los antecedentes y consecuencias de no tener garantizado el derecho a la vivienda digna– muestran la necesidad de re-pensar la Gestión del Riesgo de Desastres (GRD) desde una perspectiva interseccional. Por ésta entendemos la consideración de las múltiples desigualdades subyacentes que dan forma al riesgo en la vida cotidiana de personas y comunidades. Una aproximación atenta a estos riesgos cotidianos también permite ver las capacidades que las comunidades han desarrollado para gestionarlos, y lo que los sistemas formales de GRD pueden aprender de ellas.
ESPACIOS DE EXCLUSIÓN: LA RIBERA DE QUEBRADA DE MACUL Y LOS RESIDENTES DE TOMA DIGNIDAD
El campamento Toma Dignidad se ubica en la ribera norte de la Quebrada de Macul, en la comuna de La Florida[5]. Esta zona precordillerana fue epicentro del desastre de 1993, cuando un aluvión arrasó con 307 viviendas, dañando a otras 5.610 y dejando a su paso 26 muertos, 85 heridos, 8 desaparecidos y 32.654 personas damnificadas (El Mercurio, 1993; La Nación, 1993). El aluvión destruyó las tres villas ubicadas en la ribera sur de la quebrada y afectó lo que actualmente se conoce como La Higuera, villa colindante con la toma.
Después del desastre, este sector fue declarado como “zona de restricción”[6], es decir, prohíbe cualquier edificación por el riesgo que representa. En 2015 se conformó un plan de trabajo intersectorial para la construcción futura del Parque Inundable Quebrada de Macul (MINVU, 2015)[7]. Y si bien en 2019 el terreno fue traspasado desde el SERVIU RM a la Municipalidad de La Florida para su ejecución, cambios en el gobierno central y la falta de compromiso municipal aplazaron su construcción[8].
En enero de este año, sin embargo, varios grupos familiares que vivían como allegados en diferentes zonas de Santiago –mayoritariamente de Peñalolén– se tomaron el espacio, aún conociendo los antecedentes geográficos del territorio. Las familias reconocen que la ocupación en una zona de alta exposición aluvional fue una estrategia para presionar a las autoridades a entregar soluciones habitacionales rápidas ante un abandono de años.
En la propia comunidad son múltiples las historias sobre su origen. Hay versiones que relacionan a la Toma Dignidad con el estallido social y las tomas de terrenos que este detonó como expresión de luchas históricas por la vivienda. Otros relatos vinculan sus orígenes a grupos de familias provenientes de la toma de la Viña Cousiño Macul en el sector de Lo Hermida en Peñalolén, que tras la represión policial que sufrió el sector migraron hacia Alto Peñalolén y, de ahí, a Quebrada de Macul[9].
La pandemia, su propagación y efectos son inseparables del déficit habitacional, así como de la marginación institucional de los habitantes de asentamientos informales.
Versiones más recientes plantean que el grueso de los habitantes son hijos de pobladores de la histórica toma Nasur de Peñalolén, iniciada en 1999. Esta toma recibió distintas soluciones habitacionales, entre ellas las “casas chubi”. De esas villas, en las que abunda el hacinamiento y allegamiento, provendrían buena parte de los habitantes de Toma Dignidad, quienes por años han conformado comités de allegados en búsqueda de una solución que les permita acceder a una vivienda inserta en el entramado urbano sin abandonar sus territorios.
Otro porcentaje de los habitantes son personas de origen extranjero de comunas del sector poniente de la capital, quienes han pasado por procesos extensos de postulación a vivienda definitiva, viendo frustrados sus proyectos por baches del mismo sistema[10]. Por último, el aumento de la cesantía y de la incapacidad de continuar pagando arriendos fruto de la crisis sanitaria y económica ha provocado que vecinos del sector y comunas aledañas se hayan trasladado a la toma en busca de un techo.
Estas historias muestran las complejidades materiales, afectivas y políticas de los asentamientos informales. Al día de hoy la Toma Dignidad está compuesta por alrededor de 600 familias de composición heterogénea por significativa diversidad cultural de su población[11]. La organización territorial de la toma se divide en cuatro etapas, cada una de las cuales es representada por una dirigenta. El liderazgo femenino en la Toma Dignidad continúa con la rica historia política de las tomas de terreno en Chile (Valdéz y Weinstein 1993; Pérez 2018), y se relaciona con los altos índices de jefatura femenina en hogares pobres, los que a su vez han ido en aumento en la última década (llegando al 51,5%, según la Encuesta CASEN 2017)[12]. Este liderazgo femenino devela las condiciones de vulnerabilidad que viven las mujeres pobres en Chile: no solo proveen de trabajo reproductivo y de cuidados no remunerado, e ingresos económicos a sus familias (Pérez, 2018), sino que además gestionan el techo y la salud.
Al comienzo del proceso de instalación de la toma, las autoridades de la municipalidad de La Florida se opusieron tajantemente, declarando que el desalojo era necesario e inminente. Con todo, las autoridades brillaban por su ausencia—hasta la realización de una protesta cubierta por los medios de comunicación el 19 de mayo. En esa instancia, se interpeló al alcalde Rodolfo Carter bajo la consigna “Campamento Dignidad presente, autoridades ausentes”. A partir de la mediatización de la protesta y la agudización de la crisis sanitaria, se visibilizó la Toma Dignidad y la autoridad municipal, arguyendo un discurso humanitario, se abrió a conversar y discutir soluciones[13].
VIVIR LA CUARENTENA Y HACER COMUNIDAD: RIESGOS MÚLTIPLES Y RESPUESTAS COLECTIVAS
“En el campamento los riesgos son tantos que uno más da igual”
Los lineamientos sanitarios del gobierno para manejar la pandemia— lavarse las manos, usar mascarilla, mantener distanciamiento social y evitar aglomeraciones—no son coherentes con la realidad diaria vivida en un espacio de exclusión como la Toma Dignidad. Medidas con foco medicalizante no solo incrementan el riesgo de contraer el virus –porque no son ni practicables ni prioritarias– sino que además muestra cuán críticas pueden ser las consecuencias de no considerar las desigualdades subyacentes a la hora de planificar la estrategia sanitaria. La realidad de los asentamientos informales abre, por tanto, una reflexión sustantiva para la Gestión del Riesgo de Desastres (GRD). La Toma Dignidad no sólo muestra la convergencia de riesgos y hasta qué punto las intervenciones pueden generar nuevos riesgos e invisibilizar otros antiguos, sino que también devela el potencial de las respuestas colectivas para diseñar estrategias de mitigación más robustas y democráticas.
Según el Banco Mundial, las personas que conviven con la pobreza urbana tienen mayor riesgo de contraer el virus que aquellas personas con mayores ingresos (WBG, 2020). El hacinamiento y la densidad residencial[14] hacen que el distanciamiento social se haga impracticable. El predominio de una fuerza laboral informal donde las regulaciones, salarios y prestaciones sociales son menores, aumenta la desprotección social, la que se suma a la marginación con respecto a los servicios básicos[15].
En efecto, en la Toma Dignidad las familias se acomodan como pueden en viviendas de material ligero, expuestas al frío precordillerano y la lluvia (I.P., junio, 2020). Aún quedan carpas de quienes no pueden construir y continúan levantándose nuevas viviendas por las familias que van llegando. La pandemia ha generado desempleo, embargos y abandono forzado de hogares. Como dice un inmigrante aspirante a residir en la Toma Dignidad, “no sabemos para dónde ir” (I.P., junio 2020).
La densidad poblacional y hacinamiento en la Toma siguen aumentando. Sin embargo, esta condición no se percibe como riesgosa, pues sus habitantes provienen de espacios con igual o peores condiciones. Como menciona una voluntaria que presta ayuda a la toma, “la cuarentena se vive de otra forma”: la gente circula por las calles de tierra, casi no usa mascarillas, se reúne en las ollas comunes[16] o en las asambleas exponiéndose al virus. El hambre es más fuerte que cualquier preocupación epidemiológica. Desde mayo se empezaron a ver las consecuencias de la pandemia en la inseguridad alimentaria[17]. Coincidentemente con el endurecimiento de las medidas restrictivas de circulación establecidas por el gobierno y la falta de asistencia económica de emergencia a los sectores vulnerables, las ollas comunes se volvieron necesarias todos los días. La mayoría de la ayuda llega a través de redes solidarias que se articularon para el estallido social de octubre y se reactivan hoy para responder ante la ausencia estatal y las consecuencias de vivir la pandemia en espacios de exclusión[18].
Los lineamientos del gobierno para manejar la pandemia consisten en lavarse las manos con frecuencia, usar mascarilla, mantener distanciamiento social, y evitar aglomeraciones, no son coherentes con la realidad diaria vivida en este espacio de exclusión.
Ante este escenario, nuevamente se gestaron respuestas colectivas para disminuir el riesgo. En este caso, el Movimiento de Defensa por el acceso al Agua, la Tierra y el Medio Ambiente (MODATIMA)[19], inició una campaña por el agua cuyo mensaje ancló acertadamente en dos ideas: “Aquí el virus es la desigualdad” y “sin agua no hay salud” (MODATIMA, CALF, ATA, 2020). La campaña logró entregar estanques de almacenamiento de 10.0000 litros en cada una de las etapas de la toma. Esto da cuenta de que, al menos en la ciudad, no tener una vivienda digna es sinónimo de no tener acceso al agua y, en pandemia, de incrementar significativamente el riesgo de contagio.
En la Toma, tanto en la inseguridad alimentaria como la falta de una vivienda digna y de agua no solo se solapan con (y multiplican) el riesgo de contraer el virus, sino que también interactúan con el incremento de eventos climáticos extremos (Eckstein et al., 2019). Aun cuando las personas están al tanto del aluvión ocurrido hace 27 años, las necesidades acuciantes son otras. Como dice una vecina: “Estamos exponiéndonos porque necesitamos un lugar digno para que nuestros hijos crezcan, […] porque no tenemos dónde vivir” (I.P., junio, 2020).
Sin ir más lejos, el viernes 3 de julio, la ONEMI actualizó la alerta temprana preventiva para la RM señalando la posibilidad de ocurrencia de aluviones en la precordillera[20]. Fue una noche de profunda preocupación, y si bien las autoridades monitorearon las piscinas de mitigación, la toma no recibió ninguna visita. Fue la propia comunidad la que activó redes autogestionadas de solidaridad, información y alerta. Es decir, las organizaciones de la sociedad civil vinculadas con el territorio rápidamente canalizaron la preocupación por los chats. En la toma se hicieron guardias y a través de mensajes los sobrevivientes entregaron advertencias: “cuando se escucha un ruido fuerte o aumenta la temperatura hay que arrancar y correr para el norte” (I.P., julio, 2020).
REFLEXIONES FINALES: HACIA UNA GRD LOCAL E INTERSECCIONAL
La ausencia del Estado en asentamientos informales agudiza las múltiples precariedades que ya sufren quienes los habitan[21]. Son contextos de alta fragilidad en los que la pandemia pasa a un segundo plano. Las necesidades urgentes de tener un techo que resista la lluvia, alimentarse y vestirse, hacen que un virus invisible pierda su carácter de amenaza: “La gente de la toma lidia día a día con la vida y la muerte […] el virus es un pelo de la cola” (I.P. junio 2020).
En otras palabras, los riesgos sanitarios en asentamientos informales, donde no están garantizadas las necesidades básicas, se viven de manera diferente a cómo lo estipulan las políticas sanitarias gubernamentales. Estos riesgos, además, están atravesados por relaciones de poder que afectan de manera desigual según género, etnia, y clase.
La cuarentena se vive de otra forma: la gente circula por las calles de tierra, casi no usa mascarillas, se reúne en las ollas comunes o las asambleas exponiéndose al virus, porque así se logra evitar el hambre.
No obstante, casos como el de la Toma Dignidad también dejan entrever el potencial que adquieren las capacidades colectivas para gestionar los riesgos bajo estas condiciones. Son comunidades que han aprendido a autogestionar de manera solidaria y comunitaria la salud, la vivienda y su alimentación, desarrollando estrategias, conocimientos y redes que se vuelven críticas a la hora de gestionar riesgos. Estas experiencias nos invitan, por un lado, a re-pensar una GRD que considere la relación indisociable que existe entre las dimensiones de los problemas habitacionales[22] y los riesgos de desastres en asentamientos informales. Y por otro, a tener en cuenta las capacidades locales de gestión y las urgencias territoriales. Será solo incluyendo de manera sustantiva los recursos comunitarios que emergen de los propios colectivos situados que Chile podrá articular una GRD efectiva y acoplada a las necesidades locales.
Columna publicada en Ciperchile.cl
julio 24, 2020