Debemos honrar a nuestros fantasmas, no para encadenarnos a sufrimientos pretéritos, escribe el académico Manuel Tironi, sino para construir una sociología de los desastres, entendidos como interrupciones radicales a la vida “producidas por movimientos tectónicos, aparatos de represión, por el capitalismo, o por todos al mismo tiempo”.
Estaba en Licantén, en la Región del Maule, cuando Patricio Fernández tuvo el momento de indecisión que le costó el puesto de asesor presidencial a cargo de la conmemoración de los 50 años del golpe. En realidad, tendría que decir “Licantén”, entre comillas, porque donde estábamos era, para todo efecto geográfico y emocional, el río Mataquito, en sus dominios territoriales, en su zona de jurisdicción anfibia. A fines de junio el agua bajó torrencial como no lo hacía en años, en décadas, y el río dejó de ser río y se convirtió en valle, en suelo, en lugar. Había Mataquito en todas partes, en los campos, en las casas, en las calles, en las caras de los vecinos. Licantén, en esa terraformación fluvial imparable, quedó como un accidente, como una cabaña enclenque dentro —y a merced— de la región de fango y frío que redibujaron las aguas del río. En ese recuperado país Mataquito fue donde supe de la desafortunada reflexión —en realidad, la desafortunada pausa entre una reflexión y otra— que convirtió a Fernández en el centro de la polémica política. En Santiago, habría que precisar, porque en Licantén no había ningún tipo de polémica. Había ruinas, ruinas y banderas chilenas, banderas y braseros, braseros y retroexcavadoras, retroexcavadoras y barro, mucho barro, pero no polémica, menos por los dichos de Fernández. Dichos, por lo demás, que no fueron tan graves, pero un poco sí. Básicamente dijo que una cosa era el golpe y otra las atrocidades que le siguieron. Su entrevistador lo conminó a pensar mejor lo que estaba diciendo, y lo hizo. Pero ya era tarde. Su dubitación lo condenó y la pregunta que abría —¿cuándo empieza el crimen, qué hito marca el comienzo del fin? ¿Dónde empieza el horror, en la conspiración, en el despegue de los Hawker Hunters, en el primer disparo, con el primer torturado? — se tomó por unos días el escenario público.
Ya han transcurrido varios meses del episodio. Acaba de pasar, de hecho, la conmemoración. Pero yo le sigo dando vueltas. La situación completa, para mí, fue rara. Volvíamos a la cabaña donde nos alojábamos después de ir a Placilla, Idahue, Villa Los Robles y otros sectores de Licantén a conversar entre escombros con dueñas de casa y vecinos, y me zambullía en X —o Twitter, como solía llamarse— a ver cómo iba la polémica, qué nueva reacción, qué nueva defensa, qué nuevo llamado al “acuerdo”. Y era extraño. Extraño por estar pensando sobre la devastación política en medio de la devastación natural, devastaciones que a primera vista parecían distintas pero que yo no podía dejar de afinar en la misma clave, como si resonaran al unísono y no solo por su simbolismo. Y extraño también porque por todo lo banal de la polémica, no dejaba de hacerme pensar y sentir. Pensar y sentir no tanto sobre la minucia analítica de la frontera entre el golpe de Estado y el atropello a los derechos humanos —un debate que, por lo demás, me parece tan inútil como miserable—. Pensar y sentir más bien sobre mi vida, sobre mi infancia en dictadura, sobre si la discusión de cuándo empieza y, sobre todo, cuándo termina el horror era aplicable a mi pasado, como también a mi presente; si podía identificar existencialmente dónde y cuándo dejé atrás la dictadura, si es que alguna vez se ha ido de mi cuerpo y alma.
Nací en 1974, el año en que el terror se volvió metálico y sordo. Y crecí en lo que, a falta de un mejor término, podríamos llamar una casa de izquierda. Madre exmirista trabajando en la Vicaría de la Solidaridad, padre exMapu trabajando en una ONG, salida forzada a París y Ciudad de México, regreso al Latinoamericano de Integración, infancia en esa zona liminal entre Tobalaba y Plaza Egaña, entre Larraín y Arrieta donde una vez, en las protestas del 83, un agente de la CNI apuntó a mi hermano con una metralleta y un carabinero —creo que hasta arriba de anfetaminas— me pegó tan fuerte que el hematoma me cubrió el muslo completo por una semana. Tenía 9 años, calculé en Licantén. Y no sé dónde dejar eso, ni qué es. ¿Qué hago con el lumazo que me dio a los 9 años un policía alucinado? ¿Dónde queda ese evento, a qué lugar se van esos momentos, se convierten en anécdota, en cicatriz, se subliman? Tengo muchos más recuerdos. Ninguno muy dramático, en realidad todos muy inocuos comparados con las historias de miles de contemporáneos que vivieron experiencias de horror y aniquilación mucho más abyectas que un mazazo. Pero recuerdos, al fin y al cabo, recuerdos de temor, de ansiedad, de violencia, en el colegio, en el barrio, en casas de mis amigos y familiares, como cuando un señor de mucho dinero y muy partidario del régimen, en su mansión muy chilena y tóxica, me dijo que me tiraría a sus perros para que me cortaran el pelo a mordiscos. Y algunos ni siquiera son recuerdos porque era niño y no alcanzaron a fijarse en mi memoria, pero sin duda me penan en el espacio espectral del trauma. Cuando veo una fotografía en blanco y negro de nuestra llegada a París, año 1975, la imagen de una plaza anónima —parece que en verano—, yo tratando de subirme a unos juegos, mi viejo irreconocible por la permanente que se tuvo que hacer para poder salir del país, él y mi mamá, jovencísimos, mirando a la cámara con ojos de asombro, con una mezcla de entusiasmo y miedo, me pregunto por la duración del fin y la naturaleza del dolor, del mío y el de mis viejos. Sobre todo por el de ellos, que en realidad también es el mío, porque ¿cómo separarlos? Me los imagino aterrados, escuchando de amigos torturados y colegas desaparecidos, escondidos en la Villa Frei, los tres, ellos y yo, amarrados al mismo bote, o tal vez nosotros éramos el bote, abrazados para flotar en medio de un mar de mierda.
Y me pregunto por Fernández. Creo que también fue él quien dijo que para la conmemoración había que considerar que la mitad de la población chilena no había nacido para el golpe, una advertencia comunicacional para no traspasar las ansiedades de una generación a las preocupaciones de la siguiente. Y me llama mucho la atención esa sociología de cortes, bordes y bloques. Al final, para Fernández, y por lo visto para mucha gente, sobre todo gente para la cual la dictadura fue un evento histórico y no personal, el horror —no el evento criminal mismo ni su respuesta jurídica o institucional sino el miasma que deja y salpica— puede ser desagregado en unidades demográficas, organizado en líneas de tiempo, descrito en base a hitos de inicio y eventos de cierre; en fin, una lógica aséptica de volúmenes claros y contornos limpios, sin enredos ni saturaciones. Sin viscosidades. Sin barro, que tanto abundaba en Licantén.