Hace poco más de 30 años, Marilyn Strathern provocó una revolución en la antropología al proponer que la gente con la que ella trabajó en Papúa Nueva Guinea comprendía a la persona humana como un “dividuo”. Esto es, como instancias que eran resultado de relaciones sociales contingentes y variables, y por lo tanto en permanente dinamismo e inestabilidad. No eran entidades autocontenidas que tenían la facultad de establecer relaciones, como suponía el liberalismo moderno, sino al contrario, eran producto de un proceso relacional que estaba más allá de su volición. Esta idea, que encuentra eco explícito en lo que sostienen muchos otros pueblos en Oceanía, Asia y América, implica una crítica fundamental a la manera tradicional en que concebimos las nociones de individuo y sociedad, en tanto borra los límites que podemos suponer como existentes entre ambos. Si persona y sociedad son productos y no resultado de los procesos relacionales, entonces no hay diferencia entre ambas más que la escala, siempre arbitraria, en que las define el observador.
En “Soy Leyenda”, una de las películas más vistas en la actualidad según las plataformas de streaming, Will Smith, interpretando a un médico militar, es el único habitante propiamente humano en un Nueva York posapocalíptico infestado por seres antropófagos portadores de un virus deshumanizante. En este escenario, la trama de la película se construye a partir de la obsesión del personaje por buscar la cura al virus, lo que permitiría rehumanizar a los contagiados, y de esa manera restaurar la sociedad, que en ese momento se encuentra reducida a él. El personaje sufre permanentemente por la ausencia de contacto humano, pero una vez que inexplicablemente lo encuentra y se entera de la existencia de una colonia de supervivientes, decide inmolarse para proteger la cura que logró encontrar, para así permitir la supervivencia de su especie. Will Smith que durante un momento dado en la ficción era la sociedad toda, termina transformado en un super-individuo, una “leyenda”, al dar su vida por la continuidad de su especie.
¿Qué tiene que ver la reflexión que hace Strathern con Will Smith? La verdad es que a primera vista poco y nada. Sin embargo, ambas líneas argumentales me han rondado permanentemente desde que se declaró la pandemia mundial por el SARS-CoV-2, popularmente conocido coronavirus, y más específicamente desde que esa pandemia explotó en nuestras caras, con casos de contagio aumentando exponencialmente con el pasar de los días, y una incertidumbre generalizada sobre si nuestro sistema de salud está realmente preparado para enfrentar la emergencia. Más específicamente, me he preguntado por cómo podemos conciliar estas líneas argumentales en la manera en que se ha desarrollado hasta el momento la pandemia en nuestro país, y principalmente en nuestra segregada ciudad capital. De un lado, el virus y su contagio ponen en evidencia que nuestros cuerpos lejos de ser autónomos y libres de influencia exterior, se encuentran plenamente abiertos, requiriendo nosotros de toda clase de medidas de clausura para, en un estado excepcional, poner en pausa su estado natural de interpenetración. El virus nos enseña y refuerza la igualdad y continuidad intersomática de nuestro ser, y nos exige comportamientos orientados por un fin que está más allá de nuestra existencia inmediata: muchos no ponemos en pausa nuestras relaciones para no enfermarnos nosotros mismos, sino para evitar que otros (potencialmente en mayor peligro) se enfermen. El virus es la expresión práctica de nuestra dividualidad, en los términos de Strathern, y manifiesta de forma evidente que nuestro ser colectivo depende del actuar responsable de cada parte de esa cadena relacional que lo compone.
En la otra cara de la moneda se encuentran múltiples acciones que sólo podría tomar alguien como Will Smith en su mundo posapocalíptico. Gente que asiste a celebraciones masivas, viaja en medios de transporte público, o se traslada a localidades pequeñas teniendo sospechas de estar contaminada por el virus, o al menos no teniendo la certeza absoluta de no estarlo. Se trata de la encarnación perfecta de la exaltación del yo en desmedro de lo que pueda pasar con los otros. De hecho, el problema de estos casos es que, a diferencia de lo que propone el personaje de Will Smith, ellos encarnan un individualismo hedonista que en ningún caso actúa en pos de un colectivo del cual se siente parte, sino al contrario, lo hace con total desdén del mismo, sintiéndose ajeno a esos otros con los que, como muestra cada día el número de nuevos contagiados, se encuentra evidentemente conectado. Muchas de estas personas, afectadas por años de reproducción ideológica, posiblemente tienen la convicción de que, en caso de enfermar gravemente, cuentan con los recursos suficientes para atenderse en una clínica privada del sector oriente y no vivir mayores sobresaltos. Actúan, entonces, en consciencia de una forma de pensar que alguna vez me resumió una amiga mientras hacía trabajo de campo en una comunidad rural del sur del país: “En Chile siempre cada uno tiene que rascarse con sus propias uñas”.
No sabemos qué pasará con el virus, y todos esperamos que su impacto sea el menor posible. Pero más allá de ello, es trascendental mantener presente lo que nos ha enseñado y seguirá enseñando durante las próximas semanas, como el punto final de un proceso de reflexión que comenzó ya hace varios meses. Nuestra existencia y acciones no sólo impactan a los otros con los cuales coexistimos, sino que les permiten ser lo que son. Esto no solo tiene que ver con la responsabilidad individual que cada uno debe mantener como parte de su participación en una dimensión colectiva, sino con la constatación empírica de que nuestra existencia no termina en los límites de nuestro cuerpo y nuestra propiedad, sino que está imbricada en y con los otros. Esto es algo que el antropólogo Marshall Sahlins, después de estudiar material etnográfico de los más diversos rincones del planeta, concluye como una de las características centrales de ser humano, definiéndolo como la “mutualidad del ser”. Es de esperar que esta constatación se manifieste en las políticas públicas que se ejecuten de ahora en adelante, así como en el futuro proceso constituyente que quedó pausado como nuestras relaciones.
Ahora parece más claro que nunca: no tenemos a Will Smith, pero si nos tenemos unos a otros. Basta de rascarse con las propias uñas: somos juntos, no separados los unos de los otros.
Columna escrita por Marcelo González, Doctor en Antropología Social de la University of Edinburgh y Profesor Asistente del Programa de Antropología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Revisa la publicación publicada en la web del Consejo Nacional de Desarrollo Urbano aquí.
abril 27, 2020