Esta semana en los medios, se habló del parque proyectado en la ciudad de Constitución que podrá atenuar los efectos de algunos tsunamis, pero se lo calificó erróneamente como anti tsunami. Un término derivado del positivismo tecnológico que marcó los discursos posteriores al tsunami del 27F que arrasó con localidades costeras del Maule y Bío Bío. Las autoridades de la época adoptaron este discurso basado en la idea de que era posible dotar a las comunidades de muros, casas y hasta parques anti tsunamis. Algunos de los proyectos emblemáticos impulsados luego de este desastre enfatizaron erróneamente la posibilidad de desarrollar obras de infraestructura y parques urbanos capaces de contener esas olas. Más allá de buscar las razones que motivaron el construir este discurso (razones políticas, desconocimiento técnico, marketing, etc.) me gustaría explicar por qué es necesario desterrar definitivamente este abuso semántico.
Justo un año después del 27F, el mundo se asombró con los impactos producidos por el tsunami que afectó a Japón el 11 de marzo de 2011. Japón era uno de los países que más esfuerzos había destinado para enfrentar estos eventos extremos de la naturaleza, esfuerzos iniciados paradójicamente luego del tsunami originado en Valdivia en 1960 y que causó más de un centenar de muertes en ese país; sin embargo muchas de las medidas estructurales diseñadas por los mejores ingenieros del mundo para proteger a la población fueron sobrepasadas por un tsunami que no figuraba en los catálogos utilizados para diseñar estas medidas.
En los años que siguieron, estos ingenieros se dedicaron a revisar conceptos, metodologías e integrar nuevos conocimientos para aprender de esta dramática experiencia, con la urgencia que la situación ameritaba, pero teniendo muy presente la responsabilidad ética con que cargaban y que requería encontrar respuestas y soluciones que traspasaran gobiernos. La respuesta no se encontró en obras anti tsunamis, sino que en un revisionismo profundo del positivismo tecnológico y las medidas estructurales que antes parecían infalibles, reconociendo que el conocimiento científico tiene límites y que las obras de mitigación nunca serán anti tsunamis, pues siempre existirá una probabilidad de fallar o ser sobrepasadas: la respuesta no es sólo tecnológica, sino una combinación de medidas estructurales (muros, refugios, etc.) y no estructurales (normativas, planificación urbana, educación, etc.); más importante aún, también se requiere traspasar responsabilidades a las personas y confiar en ellas para la primera respuesta pues la naturaleza siempre podrá ir más allá de lo conocido hasta ahora poniendo en dificultad o anulando los sistemas de respuesta formal.
Es en este contexto que el insistir en promover el concepto anti tsunamis resulta peligroso. Por un lado puede generar una percepción equivocada del riesgo que las comunidades enfrentan (sentimiento de falsa seguridad) y por otro, van en contra de la necesidad de empoderar a la población para tomar decisiones sin esperar alertas oficiales (que pueden fallar también) y prepararse para enfrentar una situación de desastre. El parque de Constitución podrá ser un atenuante de las olas (hasta cierto nivel), pero enfrentado a un tsunami como el de Japón los árboles podrían ser arrancados de cuajo alimentando así el flujo turbulento de la inundación y aumentando su poder destructivo.
El reservar áreas verdes y parques combinando conceptos sociales, arquitectónicos, urbanísticos e ingeniería en las riberas y zonas inundables de ríos y bordes costeros es un excelente camino para reducir el riesgo al evitar que estas franjas sean mal ocupadas. Sin embargo denominarlos parques anti tsunamis además de equivocado, es contraproducente y peligroso.